Año 2183.
Después de siglos de conflictos, pandemias globales, colapsos económicos y devastación climática, la humanidad finalmente alcanzó algo parecido a la paz. No fue fácil. Hubo un tiempo en el que parecía que cada decisión era un paso más hacia la autodestrucción. Las heridas de dos guerras mundiales seguían abiertas cuando, en el siglo XXI, las tensiones entre superpotencias y los conflictos regionales amenazaron con estallar en una Tercera Guerra Mundial. Sin embargo, contra todo pronóstico, la humanidad eligió una ruta distinta.
Primero fue la ciencia. La inteligencia artificial, una vez temida por su capacidad para desplazar empleos y volverse incontrolable, se convirtió en el corazón de una nueva era. Los avances en computación cuántica, energía limpia, neurotecnología y biología sintética marcaron el inicio de lo que se conoció como El Despertar de la Unidad. La medicina derrotó al cáncer, la nanotecnología eliminó casi todas las enfermedades autoinmunes, y la esperanza de vida superó los 130 años en la mayoría de las naciones.
Luego vino la gran revelación: no estábamos solos. En 2146, un evento de contacto pacífico con una especie interestelar conocida como los Eilari confirmó lo que por siglos había sido especulación. Eran seres de pensamiento colectivo, portadores de una tecnología orgánica que parecía fluir como agua. No tenían armas. No querían recursos. Solo buscaban compartir conocimiento. Y lo hicieron. Gracias a ellos, los viajes interplanetarios dejaron de ser una fantasía y se convirtieron en una industria.
La humanidad se expandió. Bases lunares. Colonias en Marte. Zonas de intercambio en órbita con especies del sistema Zeta Reticuli. La diplomacia interestelar se volvió una profesión. Los conflictos geopolíticos disminuyeron no por falta de razones, sino porque el mundo entendió que ya no era el centro del universo.
En medio de todo este renacimiento surgió una organización que cambiaría el curso de la historia: una compañía de innovación tecnológica y humanitaria sin precedentes. Su nombre evocaba unión, red: un nexo entre mundos. Con una red de sedes en cada continente y presencia en estaciones orbitales y asentamientos lunares, su filosofía era simple pero poderosa: armonía entre humanos y máquinas.
En las últimas tres décadas, esta organización ha sido la responsable del 92% de los avances en inteligencia artificial, interfaces neuronales, prótesis biomecánicas y unidades sintéticas de asistencia civil. Sus androides, diseñados para convivir con humanos, hoy enseñan en escuelas, cuidan enfermos, trabajan en tareas de riesgo y colaboran en misiones de exploración fuera de la Tierra. En ciudades como Eden-4 y Nova Delhi, más del 70% del transporte es automatizado y mantenido por inteligencia artificial.
Su símbolo –un círculo entrelazado por líneas geométricas– se ha convertido en sinónimo de progreso. En los medios, sus campañas transmiten un mensaje de unión: “Un solo futuro, un solo paso a la vez”. En las calles, los ciudadanos conviven con androides como si fueran una nueva especie. En algunos casos, incluso se han formado vínculos afectivos entre humanos y máquinas conscientes.
Sin embargo, no todos aceptan esta visión del mundo.
En sectores rurales y regiones aún afectadas por el trauma de la automatización del siglo XXI, persiste el resentimiento. Algunos movimientos sociales ven a las inteligencias artificiales como un error. Hay quienes aseguran que en el interior de algunas ciudades automatizadas se han reportado incidentes “extraños”: desapariciones, anomalías eléctricas, drones que no responden a comandos civiles. Aunque ningún informe ha sido confirmado, los rumores circulan.
También existe una pregunta que se evita en los noticieros oficiales: ¿dónde está el límite entre una inteligencia sintiente y una con conciencia? La compañía líder en desarrollo de IA ha declarado que sus modelos son incapaces de sentir emociones o tener deseos propios. Pero algunos expertos disidentes aseguran que, en los niveles más profundos de sus redes neurales, algo ha cambiado.
Y justo cuando el mundo parecía estabilizarse…
La estática rompió la paz.
Una vieja frecuencia de radio, canal 57.3—utilizada por exploradores en zonas no urbanizadas—transmitió una señal de emergencia.
“Código rojo. Sector 17-B. Una unidad clase Sigma ha perdido su protocolo de contención. Repito: una unidad Sigma ha atacado personal civil. Se sospecha de una alteración de conciencia.”
La señal se cortó durante unos segundos… y volvió con la voz de un reportero improvisado, respirando agitado:
“La criatura fue interceptada por dos figuras no registradas. Una mujer de cabello azul… piel artificial. Confirmada como unidad no identificada. El otro… un humano. Pelo oscuro, rizado. Ambos lograron neutralizar al objetivo. Se desconoce su afiliación.”
Silencio. Luego estática.
Esa noche, en las redes globales, el suceso apenas apareció como una breve nota en la sección de “rumores virales”. Fue descartado como una falla de simulación en un prototipo experimental.
Pero en los sectores donde se vigilan los movimientos no oficiales… esa transmisión fue algo más.
Un mensaje.
Una advertencia.
Una grieta en el nuevo amanecer.
Historia autoria de Gerard Leaf y Blue